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56. Hacia la luz

Noté aquel cegador fogonazo y lo que después debió ser una terrible explosión provocada por el camión cisterna, sonido que no percibí porque mis tímpanos debieron quedar muy dañados para transmitir ese ruido atronador.


Y entonces vi la luz, esa de la que hablan los muertos que han regresado. Pero no era un largo túnel ni nada de eso. La luz se podía tocar casi alargando la mano. Y como todo lo demás era oscuridad, eso es lo que hice: tocarla.
De repente, un haz de luz empezó a rodearme. Se estaba abriendo la oscuridad a mi alrededor. Me di cuenta de que estaba tumbado. Era como un ataúd, que se abría poco a poco dejando entrar la luz.
Me miré las manos: eran pálidas y pequeñas, no eran mis manos con toda seguridad, parecían de una niña. La ropa que llevaba era de un tejido fino, blanco, muy cómodo, ceñido al cuerpo, pero un cuerpo que tampoco reconocía como mío.
Definitivamente, no parecía el infierno: aquello debía ser el cielo, el paraíso, y mi alma se había salvado.
Despacio me incorporé para ver qué había más allá de mi habitáculo. Lo que ví era sorprendente. Una sala blanca tan inmensa como un polideportivo, con techos de esos altísimos que se pierden en la distancia. Había más cápsulas como la mía, cientos de ellas. Pero era alrededor de la mía donde en ese preciso instante se daban cita unos diez chicos y chicas jóvenes adolescentes, todos vestidos de la misma forma que yo. Cuando terminó de abrirse mi cápsula, rompieron en un fuerte aplauso, acompañado de frases de enhorabuena. No sé qué idioma era, aunque yo lo entendía perfectamente.

-Ynlaed, nuestra más sincera enhorabuena -me dice uno de los chicos de blanco-, ya eres parte de la comunidad y contamos contigo para seguir extendiendo la universalidad de nuestra raza.
-¿Ynlaed? ¿Nuestra comunidad? ¿Nuestra raza? -les pregunto-. Debe haber algún error: yo me llamo Pablo, he muerto y vosotros debéis ser ángeles.

Todos sonríen.

-No, no somos ángeles, pero es normal esta confusión inicial. Todos lo estuvimos la primera vez que despertamos -dice otro-.
-Ynlaed -me dice una chica-, tienes toda una vida inmortal por delante que volver a retomar. Vente conmigo a por un reconstituyente, que tienes carita de cansada.

¿"Cansada"? ¿Era yo ahora una mujer? Por algo me había notado tan raro. Me había convertido en una jovencita quinceañera de la misma quinta que el resto del grupo de jóvenes de blanco. No entendía nada.  

-Sí Ynlaed -dice el chico de antes-, vente con nosotros: somos tus padres.

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